Los locos a las calles: una perspectiva innovadora hacia la salud mental

Posted on 23 febrero, 2009. Filed under: Walter Duer -Buenos Aires | Etiquetas: |

Por Walter Duer / Buenos Aires
“Si estás loco, andá a encerrarte al manicomio”. Esta frase se ha oído hasta el cansancio, incluso en círculos familiares luego de alguna pelea por algún tema insignificante. “Si estás loco, al manicomio”. José Lumerman, un psiquiatra formado en Buenos Aires pero que hizo buena parte de su carrera profesional en la provincia de Neuquén, en el sur argentino, no opina lo mismo. Por eso su creación, el Instituto Austral de Salud Mental, persigue dos objetivos: por un lado, la estabilización de la enfermedad de base del paciente; por el otro, su reinserción socio-productiva.

“Llegué a esta provincia en 1986 para organizar el área de salud mental de un centro de alta complejidad en salud que acabe con el pésimo sistema que existía en la zona”, recuerda Lumerman, quien ofrece un indicador para que pueda entenderse la magnitud del problema: “en la década del 70, este lugar tenía la tasa de mortalidad infantil más alta de América Latina”, afirma. Para Lumerman, esta primera experiencia neuquina fue todo un aprendizaje. “Me sirvió para salir del esquema lineal que dice que la medicina clínica es clínica y la medicina de salud mental es de salud mental, aquí yo supe que era posible interactuar y articular actividades con médicos generales para llegar a mejores soluciones”.

Por diferentes motivos políticos, Lumerman quedó afuera del proyecto provincial al poco tiempo de haberse sumado y pudo dedicarse de lleno a su consulta privada hasta 1993, momento en que se pone en contacto con la obra social de la provincia para armar algo específico de salud mental para la provincia. “La realidad es que los casos graves en general había que derivarlos a Buenos Aires”, explica el psiquiatra, “pero muchas veces se trataba de enfermedades crónicas que necesitaban de un seguimiento continuo, por lo que la derivación, además de ser costosa, era inservible”.

El Instituto Austral propone un modelo que se compone de cinco elementos: diagnóstico, tratamiento, servicios de rehabilitación, entrenamiento y servicios de consultas. Doctores capacitados en temas de salud mental identifican a personas con desórdenes en las comunidades en las que trabajan y se convierten en líderes de grupos compuestos por los pacientes y sus familias. La calidad y los resultados del tratamiento y de la rehabilitación son monitoreados y evaluados por un grupo de profesionales. El programa también involucra a miembros de la comunidad, entre ellos artistas, maestros y profesores secundarios.

Vaciando las calles
“Es importante destacar que el tipo de enfermedades sobre las que trabajamos afectan al pensamiento, por lo que sus portadores, de no ser tratados de manera adecuada, son candidatos al suicidio o a convertirse en homeless, en el caso de los que no tienen familiares”, se explaya el profesional, para luego explicar que “la reinserción consiste no sólo en que se sienta mejor porque está medicado, sino también en que pueda desarrollar capacidades esenciales para los seres humanos, como tener amigos o ganar plata”.

¿Cómo armar este sistema sin invertir fortunas en “importar” psiquiatras, psicólogos y otros profesionales de la salud? “Aprovechamos los recursos locales”, responde Lumerman. Así, los médicos rurales generales de la zona, que mostraban una excelente formación práctica dada por la necesidad de atender gripes, diabetes, pacientes oncológicos, sicóticos, partos o ancianos, comenzaron a ser capacitados para que puedan incluir en su “portfolio” esquizofrenias, depresiones, trastornos de ansiedad y bipolaridades. “Aproveché la experiencia que había acumulado en el trabajo con médicos generales para armar una introducción a los conceptos básicos de salud mental que pudiesen utilizar”, asevera Lumerman. “También trabajamos en conjunto un modelo de abordaje de alta simplicidad, para que puedan tratar con los pacientes desde el primer momento”.

Había otras falencias que cubrir. Porque en Neuquén tampoco abundaban los enfermeros especializados en psiquiatría… “pero teníamos enfermeros comunes, que hicieron el mismo proceso que los médicos generales, y agentes sanitarios, asistentes sociales, rehabilitadores, artesanos, profesores de danza y titiriteros, que contaban con muchas habilidades que podían ser útiles para nuestros fines”, define el creador del Instituto Austral. “Tuvimos la capacidad de crear este modelo alternativo porque, la verdad, no teníamos otra posibilidad”.

Haciendo escuela
La hipótesis ya estaba planteada: era posible armar un esquema de salud mental sin tener que traer profesionales especializados de otras latitudes, sino, simplemente, formando gente con habilidades equivalentes que ya vivieran en la provincia. Sólo quedaba demostrar que funcionaba. En los primeros tiempos, Lumerman fue acompañado por tres “maestros” de estas artes médicas en la supervisión de todos estos trabajadores: Lía Ricón, Rafael Paz y Emiliano Galende. “Por suerte, se coparon con el proyecto y lo apadrinaron, dándome el empujón que necesitaba”, resume Lumerman.

Y las alternativas seguían lloviendo. “Necesitamos una nutricionista que nos ayude con los trastornos de alimentación”, dijo alguien. “O podemos optar por una buena cocinera”, retrucó Paz. Así llegó la típica matrona del interior del país, “con tetas muy grandes y con la capacidad de enojarse si no se comían su comida”, recuerda Lumerman, para agregar que “trabajó con nosotros trece años”.

Con todo el equipo profesional cubierto, faltaba trabajar un punto clave: la reinserción. Se decidió que la ubicación del instituto fuera en pleno centro, “porque teníamos gente que había pasado los últimos quince años de su vida en el fondo de una pieza, en su casa, y era imprescindible que comenzara a interactuar con otras personas”, enfatiza Lumerman, que se encargó personalmente de articular relaciones con los grandes jugadores, como el municipio o las escuelas (para gestionar potenciales vacantes laborales, para negociar la cobertura de necesidades) hasta con los pequeños comerciantes que trabajaban en los alrededores del centro de salud. “Fui a hablar con el kiosquero y a explicarle que por ahí le iba a venir a comprar cigarrillos un tipo que hacía una década que no llevaba a cabo una transacción semejante, lo mismo hice con el diariero, con el que atendía el bar que quedaba a la vuelta…”. El experto reconoce que “la gente responde favorablemente”.

Resistiré
No todas fueron rosas en el camino del Instituto Austral. A poco de lanzado, hubo muchas críticas de los pocos psicólogos y psiquiatras que habitaban en la Patagonia. “Fue una ruptura total de paradigmas para la región, era lógico que se sintieran amenazados”, destaca Lumerman.

Hoy el proyecto sigue en pleno crecimiento y durante los últimos años se armó un equipo para asistir a niños con patología mental. “Ya está instalado en la comunidad, con buenos resultados”, señala Lumerman, quien explica que “hay que entender que el recurso profesional de psiquiatras infantiles es nulo en la mayoría de las provincias argentinas”. Para el especialista, el “Servicio de niños y adolescentes”, tal como se llama “está funcionando bien, es autosustentable y resuelve la problemática de los chicos que padecen las enfermedades mentales más graves”.

El número de pacientes atendidos por el Instituto Austral de Salud Mental ya superó las 2.000 personas. “Es muy satisfactorio poder tratar y curar gente grave que, de cualquier otra manera, hubiera ido a parar a un loquero”, concluye Lumerman.

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Roberto Killmeate, Mercado de la Estepa

Posted on 19 enero, 2009. Filed under: Walter Duer -Buenos Aires | Etiquetas: , , , |

Por Walter Duer / Buenos Aires

 

4 de julio de 1976. Un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) ingresó en la parroquia San Patricio, en el barrio de Belgrano, y asesinó a tres sacerdotes y dos seminaristas de la orden de los palotinos, con el lema: “esto les pasa por envenenar la mente de la juventud”. Seguramente, los asesinos que perpetraron esta masacre creyeron que habían eliminado a todos los miembros de este pequeño grupo y erradicado las ideas de esta porción de la iglesia, que traía una propuesta pastoral diferente a la tradicional, más involucrada en los problemas sociales de la comunidad y reconocida por visitar barrios marginales o movilizar jóvenes.

 

Pero se les escapó un pequeño detalle: Roberto Killmeate o, como lo conocen todos, Bob. “Justo en esa fecha estaba en Medellín, Colombia, terminando mis estudios, por lo que puede decirse que soy el único sobreviviente”. Ocho años atrás, Bob había dejado sus estudios de derecho, influenciado por el documento de los obispos en la Conferencia de Medellín, cuyo mensaje de compromiso de los sacerdotes en el cambio social de América Latina le abrió la cabeza. “Ingresé en el seminario de los palotinos y, después de unos años en Brasil, en 1973 volvimos con esos compañeros, los que fueron asesinados, al país”.

 

Enterado de la suerte que habían corrido sus antiguos colegas de estudios, Bob regresó a la Argentina, pero fue rápidamente “movido”, para su protección, hacia Inglaterra, Roma e Irlanda. De regreso de su periplo forzado por Europa, cuando se enteró de que su vida todavía corría peligro, viajó por América Latina observando y conociendo las realidades de las comunidades campesinas. “Fue un aprendizaje clave, ya que vi una nueva dimensión de la pobreza, que no se reducía solamente a la falta de recursos económicos sino que estaba relacionada con la ausencia de acceso a los derechos y a la dignidad”, describe.

 

“Lo más doloroso fue que la Iglesia Católica impuso el silencio sobre el asesinato y, por ser yo uno de los ideólogos de la acción social que desarrollaba la parroquia y que derivó en el acto criminal de la gente de la ESMA, demoró mi ordenación hasta 1978”. Pero no sólo eso: cuando le dieron el permiso, el 22 de mayo de ese año, hubo una condición: que sólo podía predicar su sermón en la misa de los niños, en la misma San Patricio. Lejos de callar a Bob, la estrategia de silencio eclesiástica lo movió a alzar su voz. “Fue una pelea constante contra el sistema, lo que yo quería era poder dedicarme a la acción social”, recuerda.

 

Movimiento continuo

 

Sus superiores no contaron con el espíritu rebelde del joven Killmeate, que desde esa posición siguió sus andanzas. Primero, organizó a los padres en una cooperativa de autoconstrucción de viviendas, llamada CAVE, para un grupo de pobladores de muy bajos recursos económicos en una villa de emergencia en Munro, en la provincia de Buenos Aires. Para eso, ideó un sistema de financiamiento (una cartera de socios de la parroquia más la colecta dominical de la misa de niños) que sirvió para erigir nada menos 47 hogares en el período 1979-1981, en un terreno donado por uno de los feligreses. “Además, como los beneficiarios debían devolver parte de los fondos, esto permitió construir 28 viviendas más”, se enorgullece el actual creador del Mercado de la Estepa.

 

Al mismo tiempo, creó una escuela de formación de líderes para niños, y desarrolló nuevas pedagogías para chicos en la misa. “Las acciones empezaron a hacer cada vez más ruido y eso preocupó una vez más a la gente de la iglesia, que tomó una decisión de raíz: me mandó a un pueblo aislado en Santiago del Estero”, cuenta Killmeate, confesando que en privado una alta autoridad eclesiástica le habría dicho: “ya que te gustan tanto los pobres, acá vas a tener un montón”.

 

Así fue como Killmeate apareció con una maleta mínima en Los Juríes, una localidad que está a 110 kilómetros de Añatuya o, dicho de otra manera, a casi 300 kilómetros de la capital provincial. “De repente era el párroco de una ciudad con 2000 habitantes, que no tenía ni agua ni luz, y sufrí una fuerte desesperanza”, confiesa Bob, que todavía recuerda emocionado cuando “los laicos de San Patricio se movilizaron para que me quedara con ellos, pero no tuvieron ningún resultado”.

 

Si la expresión “le salió el tiro por la culata” tiene algún espacio propicio para mostrarse en todo su esplendor, el caso de la Iglesia Católica argentina y Bob Killmeate es perfecto. Porque a los seis meses de estar “confinado” en este rincón del país, don Roberto estaba de nuevo haciendo mucho ruido, esta vez como cabeza de familias que habían sido expulsadas de sus propias tierras.

 

Con talento para los problemas

 

El propio Killmeate afirma que “tengo una gran capacidad para encontrarme con los problemas”. Es que al poco tiempo de estar en Santiago del Estero, se topó con una familia que había sido desalojada de su campo por la policía, luego de que se presentara un terrateniente aduciendo ser dueño de ese espacio. “Trabajando por esta gente en particular, se destapó una olla gigantesca: la de la realidad santiaguina, de familias que vivieron durante generaciones en un mismo lugar sin haber conseguido nunca un título de propiedad”.

 

Así se creó el MOCASE (Movimiento de Campesinos para la Recuperación de Tierras), el más importante en su tipo en la Argentina. “Vimos una cantidad de estafas muy elevada, como por ejemplo que llegaba una persona en representación de una empresa y le hacía firmar papeles a un poblador con mentiras sobre compras futuras de bienes o servicios”. Esos “papeles” eran ni más ni menos que contratos de locación, por lo que quien firmaba perdía sus derechos de posesión sobre la tierra.

 

“Me subí a una ranchera que tenía en ese momento, instalé unos parlantes y salí a los campos a explicar la situación: sin quererlo, me convertí en un líder campesino”, señala Killmeate, que también se ocupó de viajar a Europa para realizar gestiones frente a la cooperación internacional y obtener los fondos que le permitieron lanzar PROINCA, una organización que capacitó y empoderó a comunidades campesinas en el derecho a la tierra. A su regreso, además, instaló una mesa de concertación entre las comunidades y el gobierno provincial y creó una Comisión Central Campesina.

 

La lucha por los derechos de la tierra duró entre 7 y 8 años y fue muy dura, porque significó enfrentarse con rivales poderosos, como el gobierno feudal de Juárez. Sin embargo, se lograron recuperar efectivamente 177.000 hectáreas. “Lo más importante fue que pude dejar capacidades instaladas y lograr que se haga visible un problema que antes se tapaba”, asegura. Eso le dio la tranquilidad de que ya podía retirarse del conflicto, que había generado mucho desgaste no sólo en su persona, sino también en la relación entre la Iglesia que él representaba y los gobiernos y las empresas que querían adueñarse de las tierras. “Pedí una dispensa y me compré una chacra en Río Negro”, concluye Bob.

 

Espíritu inquieto

 

La chacra quedaba en la tranquílisima localidad de Cinco Saltos, en plena Patagonia. Un lugar ideal para echarse a descansar luego de tantos años de trajín. Sin embargo, Killmeate no parece ese tipo de personas capaces de recostarse durante varias horas en una hamaca paraguaya a ver pasar el tiempo. A poco de haberse instalado, y luego de haber devorado toda la literatura disponible sobre agricultura y horticultura autosuficientes, organizó un modelo que se convirtió en paradigma, por lo que su granja comenzó a ser visitada por alumnos de las universidades de la zona.

 

“Fueron años de intenso conocimiento del mundo rural, durante los cuales viví en carne propia los problemas y las crisis características que atraviesa un pequeño productor”. Comprendió que uno de los mayores problemas que enfrentan es la incapacidad de comercialización conjunta, y a la vez la falta de acceso a participar en las decisiones políticas que los afectan. De a poco, comenzó a liderar un grupo de pequeños productores en Dina Huapi, cerca de la turística Bariloche, con el objetivo de producir un cambio en la cultura de los pequeños productores. Así surgió Surcos Patagónicos, antecesora del Mercado de la Estepa, un sistema que transforma a pequeños productores rurales en ciudadanos capaces de hacer valer sus derechos y hacerse cargo de sus propios procesos de cambio. Utiliza la producción y la comercialización justa de productos de familias marginales como una excusa para que ellas no solamente mejoren sus ingresos, sino que reconozcan su propia capacidad para participar en la toma de decisiones, gestionar y acceder a mejores niveles de educación, salud y de otros servicios que provoquen un cambio sustancial y duradero a su calidad de vida.

 

Los productores que integran el Mercado son cada vez más. “Arrancamos con 25 familias, hoy somos más de 200”, apunta Killmeate, para concluir que “buscábamos resolver el problema más profundo, el vinculado a la falta de percepción que tienen los pequeños productores rurales marginales de sí mismos como ciudadanos que pueden gestionar un mejor acceso a servicios o participar en la toma de decisiones de las políticas que los afectan. A su pobreza y aislamiento históricos se suma que, por un lado no conocen los mecanismos de participación que están a su alcance, y por otro, no se atreven a utilizarlos”.

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Una incertidumbre que lleva treinta años

Posted on 15 diciembre, 2008. Filed under: Walter Duer -Buenos Aires | Etiquetas: , , , |

Walter Duer / Buenos Aires

 

Marco Antonio Beovic fue sacado de su casa en el barrio de Núñez, en Buenos Aires, por fuerzas paramilitares en diciembre de 1976. Más de tres décadas después, sus padres siguen sin datos sobre su paradero. Se trata de uno entre miles de casos similares.

 

3 de diciembre de 1976. Alejandro Beovic se despertó sobresaltado. Eran las 5.30 de la mañana y una serie de nudillos rebotaban contra su puerta de entrada, generando una estridencia que, aún cuando no sabía quién estaba golpeando, lo llenó de un cierto temor. “Buscamos a un tal Diego”, le espetó un señor vestido de oscuro, con anteojos negros, que no necesitó identificarse ni aclarar qué hacía allí a esa hora ni para qué buscaban a Diego. “Acá no vive ningún Diego”, respondió Alejandro con sinceridad, pero esa respuesta no fue suficiente para que los cinco hombres (había otros cuatro además del que habló), que parecían todos hermanos gemelos de lo parecidos que eran en contextura, corte de pelo (al ras, por supuesto) y vestimenta, entraran a pura prepotencia a revisar la casa, dieran con Marco Antonio, el hijo mayor de Alejandro. La imagen del chico siendo arrastrado hacia fuera es la última que conservan sus padres, porque Marco Antonio, que tenía apenas 20 años en ese momento, es uno más en la incontable lista de desaparecidos que dejó la última dictadura militar en la Argentina.

 

Muchas veces la vida se comporta con un sentido del humor bastante incomprensible. Porque si Alejandro Beovic llegó a la Argentina desde su Trieste natal fue porque sus padres eran alérgicos a los regímenes totalitarios y decidieron abandonar una Europa que, en la década del 30, mostraba sus primeros atisbos de lo que vendría de la mano de Hitler y Mussolini. Así, el padre de los Beovic, que había luchado en la Primera Guerra Mundial, decidió que no quería el mismo destino de sangre y muerte para sus hijos, por lo que huyó hacia la lejana América del Sur, sin imaginar que los gobernantes irracionales no conocen de fronteras.

 

Algunos años después, cuando Alejandro ya se confundía con el paisaje argentino como si fuese un nativo más, el destino lo cruzó con Ángela Marina Cadus, con quien se casó en 1955 y con quien tuvo a su primer hijo, Marco Antonio, el 20 de marzo de 1956. Cuatro años más tarde nacería también Miguel Ángel. Alejandro hizo sus mejores esfuerzos para generar en sus hijos la cultura del trabajo, de la honradez y del respeto. “Nunca fuimos una familia politizada”, afirma. Así, justo después de terminar el secundario, Marco Antonio empezó a estudiar Ingeniería Electrónica y a trabajar en Gajo, una empresa que prestaba servicios para IBM. “Llegaba a las 5 y media de la tarde de trabajar, se tomaba un café con leche y usaba la noche para estudiar”, recuerda Alejandro.

 

Sin saber por qué

 

Una de las espinas que los Beovic tienen clavadas y no pueden extraer es la de saber que su hijo pudo haber sido llevado por error. “Nosotros vivíamos en ese momento en una especie de conventillo, con otras siete familias ocupando otras casas, y justo en una de estas había un chico que se hacía llamar ‘Diego’ y del que muchas veces se decía que había sido uno de los responsables de la explosión en la casa de Lambruschini”, razona Alejandro. El atentando contra la casa del entonces Vicealmirante Armando Lambruschini fue un resonado ataque llevado a cabo el 1º de agosto de 1978, que dejó un saldo de tres muertos y diez heridos y que fue autoadjudicado por el grupo Montoneros.

 

“Además, Marco Antonio no militaba, ni siquiera estaba interesado en la política”, agrega Ángela, quien asegura además que en los 32 años que pasaron desde la desaparición de su hijo, no recibieron ningún indicio (como puede ser el contacto de viejos compañeros o alguien que se acercara a darles una explicación) que pudiera hacerlos sospechar de que Marco Antonio “andaba en cosas raras”, que es la forma idiomática que se utilizaba en la época para designar a los jóvenes militantes (fuesen terroristas dispuestos a utilizar armas de fuego o chicos de 17 años que repartían panfletos pro-democráticos, todos caían en la misma bolsa) y hasta para justificar las desapariciones.

 

Allí comenzó un peregrinar que, después de tres décadas, no despejó ninguna de las incertidumbres del primer día. Alejandro recorrió organismos oficiales habidos y por haber para encontrar algún dato sobre la situación de su hijo. “Fui al Ministerio del Interior, golpeamos todas las puertas, hicimos decenas de solicitudes de hábeas corpus y nadie nos decía nada”, recuerda, para luego aclarar que “a lo sumo, nos preguntaban: ‘¿y usted sabe en que andaba su hijo?’, con cara de soberbia”. Ángela, por su parte, comenzó a participar de las rondas de Plaza de Mayo, junto a las Madres. “En un momento nos dijeron que el Monseñor Bracelli, de la iglesia Stella Maris en Retiro, estaba ayudando a los padres de desaparecidos, pero desde que lo conocí me dio más la sensación de que tenía más voluntad de sacar información que de ayudar a localizar a nadie”, acusa Alejandro. Tampoco rindieron ningún efecto positivo las cartas enviadas a Karel Vaske, de la UNESCO, ni a Edmundo Vargas Carreño, entonces en la Comisión Internacional de Derechos Humanos. El advenimiento de la democracia, en 1983, tampoco ayudó mucho para esclarecer lo sucedido.

 

“Esto nos sirvió para una sola cosa: para descubrir quiénes eran nuestros verdaderos amigos, porque muchas personas con las que compartíamos un montón de cosas se nos alejaron de repente, como si fuésemos la peste bubónica”, indica Alejandro.

 

Escombros en la ESMA

 

Con todos los fantasmas de la desaparición de su hijo encima, Alejandro siguió trabajando como camionero, su actividad en ese momento. Entre sus tareas habituales, estaba la de juntar materiales de construcciones en volquetes e ir a dejarlos en alguno de los puntos de relleno, junto al río. Uno de esos sitios era el Club Policial, en la Zona Norte del Gran Buenos Aires, al cual no lo dejaron ingresar más luego del episodio de la desaparición de Marco Antonio. Y otro era nada menos que la ESMA (la Escuela de Mecánica de la Armada), uno de los centros de detención ilegal más reconocidos.

 

“Siempre me llamó la atención que, a diferencia de lo que ocurría en todos los otros lugares, en la ESMA no nos dejaban llegar hasta el borde del río, lo que facilitaba la tarea de las topadoras, sino que nos hacían parar unos diez metros antes”, razona Alejandro. “A las 17 ya no dejaban pasar camiones y de noche se escuchaba a las máquinas trabajando”, agrega, para completar la información diciendo que “para colmo, había un olor pestilente en la ribera”. Por todo esto, Alejandro concluye que sus escombros “tal vez servían para tapar otras cosas, pero entiendo que no se ha investigado mucho el tema”.

 

Pasaron 32 años y todavía no hay ni un solo rastro sobre Marco Antonio. “No puedo perder las esperanzas, porque si las pierdo, todo lo demás se acaba”, dice Ángela. “Para mí, mi hijo está vivo en algún lado, tal vez con algún problema por el cual todavía no vuelve, pero confío en que va a volver”, agrega con lágrimas en los ojos. “Esta casa la construimos en 1988 y la hicimos con cuatro habitaciones, una para nosotros, una para mi mamá y una para cada una de los chicos”, completa Alejandro, para dar la pauta de que a pesar de que en voz alta sostiene que su hijo está muerto, en el fondo también le queda una lucecita encendida.

 

La pared del living de la casa de los Beovic la adornan dos fotos de estudio: una de Marco Antonio, tomada un poco antes de la desaparición, y otra de su hermano, de la misma época. En el garage, reposa la moto a la que Marco Antonio no le da arranque desde hace más de tres décadas. Muchas veces, los argentinos de memoria más frágil apuestan a un “borrón y cuenta nueva” y acusan a muchas de las víctimas de la última dictadura militar de “mirar hacia atrás” en lugar de pensar en el futuro. Estando en casa de los Beovic, es muy sencillo darse cuenta de que no es que exista una voluntad de pensar en el pasado, sino que el tiempo, para ellos, se quedó congelado en la madrugada del 3 de diciembre de 1976.

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Todos podemos participar

Posted on 10 noviembre, 2008. Filed under: Walter Duer -Buenos Aires | Etiquetas: , , |

Por Walter Duer / Buenos Aires

 

¿Un mundo en el que todos los ciudadanos sean parte de la toma de decisiones comprometidas y responsables en políticas de Estado? En una época en que la corrupción reina, esto suena a utopía. Utopía a la que el argentino Guillermo Worman ha sazonado con una pizca de realidad.

 

Que las principales decisiones políticas que afectan a las personas estén en manos de esas mismas personas y no de terceros “representantes” que se manejan según sus propios intereses. Esa fue la idea que motivó a Guillermo Worman, cuando el siglo XXI estaba dando apenas sus primeros pasos, a crear Participación Ciudadana, una organización de la sociedad civil (OSC) que trabaja en asuntos de interés público relacionados con la dinámica democrática, como el libre acceso a la información o las herramientas de participación y decisión de la ciudadanía.

 

“Según los papeles, vivimos en un sistema representativo, republicano y federal”, dispara de entrada Worman. “De acuerdo nuestra visión, en cambio, el país no es ninguna de esas tres cosas”. Según el emprendedor social, no es representativo porque en ese caso, el político elegido debería acercarse a las personas que representa, escucharlas, conocer sus opiniones y decidir en consecuencia. “Lo que nosotros votamos no son representantes, sino delegados, porque delegamos el poder en ellos”, resalta Worman, quien aclara además que “entre otras metas, buscamos recomponer el divorcio que entre el pueblo y sus representantes, cada vez más profundos”.

 

Worman también apunta contra el término “republicano”. “El poder no lo ejerce el pueblo, sino que hay un Poder Ejecutivo que, cada vez más, utiliza al Poder Legislativo como una extensión de garantía de gobernabilidad”, despacha. “Para colmo, el incremento en la cantidad de jueces de la Corte Suprema de Justicia durante el menemismo, que incorporó más que nada magistrados afines a las ideas del entonces presidente, mostró una clara tendencia a que suceda lo mismo con el Poder Judicial”.

 

Sobre el federalismo, Worman indica que “existe desde siempre un unitarismo sutil o camuflado, que tiene la forma de coparticipación”. La Coparticipación Federal de los recursos estatales constituye en la Argentina un sistema de distribución de una parte de los ingresos de la administración pública del país. Así, determinados impuestos son recaudados por la Nación y se distribuyen entre ésta y las administraciones provinciales, de acuerdo a distintos regímenes que varían en el tiempo, muchas veces de acuerdo a situaciones políticas determinadas o a las relaciones puntuales entre un presidente y un gobernador.

 

Reglas arbitrarias

 

La semilla que germinó en la cabeza de Worman se plantó en 1999. Guillermo trabajaba en Ushuaia, provincia de Tierra del Fuego, en la inserción laboral de personas con discapacidad. En ese momento, se relacionó con un joven no escolarizado con Síndrome de Down. “Cuando nos presentamos en una escuela pública para adultos, nos dijeron que no podían tomarlo, porque tenía que ir a una escuela especial”, recuerda Worman. “Por supuesto que nos negamos, porque nosotros justamente buscábamos lo contrario: la integración”.

 

La directora de la institución, entonces, acudió a una frase que suele ser inapelable: “tengo una ordenanza que indica que es así”. Para su mala suerte, enfrente tenía a Worman, quien no se amilana ante las sentencias taxativas. “Fui a pedir la copia de la ordenanza y de un lugar me mandaban a otro, pero el papel nunca aparecía”, explica.

 

Guillermo comenzó a recibir el asesoramiento de un abogado quien redactó una nota solicitando de manera formal la aparición de la ordenanza. “Es que fue una orden verbal”, le respondieron, sin notar tal vez que el abogado sabía que en la administración pública no existe tal cosa. Ante la insistencia, la directora del colegio le dijo: “bueno, puede venir a clase, pero sólo si también va a una escuela especial”. El abogado instó a que pusieran eso por escrito, pero los funcionarios de la institución educativa se negaron. “Con dos meses perdidos, los padres del chico decidieron exponerse a los medios para contar su caso y el abogado hizo una presentación legal advirtiendo que un funcionario público que niega el acceso a la educación a un ciudadano está incumpliendo sus tareas”, cuenta Worman.

 

El ruido generó, en definitiva, una nota de dos renglones autorizando al joven a asistir a clases. “El abogado me explicó que ahí había obrado una arbitrariedad: si antes no se podía y ahora sí, es porque alguien está decidiendo sobre la marcha, no porque hay una normativa funcionando”, agrega Worman, para sentenciar que “estaba con mucha bronca, porque en el fondo sólo se trataba de un joven con discapacidad que quería leer y escribir”. Por esa razón, siguió a fondo con la denuncia por discriminación contra el entonces Ministro de Educación fueguino, Francisco Alvarez.

 

“Todo quedó en la nada porque el juez al que le llegó la causa, Leandro Alvarez, tenía a su vez una denuncia del Consejo de la Magistratura, por lo que el destino de cada uno de ellos estaba en las manos del otro”, recuerda Worman. “Así, un viernes el Ministro votó en contra de la destitución del juez y el lunes el juez dictaminó la falta de mérito”. La noticia fue difundida por el diario La Nación del 13 de diciembre de 1999, con el título “Defensa mutua de un juez y un ministro”.

 

El momento de la acción

 

Esos hechos motivaron a Worman y un grupo de gente cercana a organizarse, dando vida a Participación Ciudadana. “El objetivo fue reunir a personas con conocimientos en áreas como salud, educación, comunicación, aspectos sociales y jurídicos para trabajar sobre tres ejes fundamentales: lograr una justicia independiente, que se promuevan leyes justas y que los gobernantes permitan la participación de las personas a las que supuestamente representan”, enumera el emprendedor social. Uno de los primeros puntos que investigó este grupo fue el mecanismo de selección de jueces.

 

En 2001, la organización coordinó el proceso de  elaboración de la Carta Orgánica de Ushuaia (2001) que fue un hito en la historia de Tierra del Fuego y el puntapié inicial para que Participación Ciudadana iniciara el trabajo de contribuir a la reglamentación de nuevas formas y sistemas de participación. La ciudadanía participó de la elaboración de la totalidad de las ordenanzas aprobadas hasta la fecha, cuyo caso emblemático es la eliminación de la “lista sábana” (esas presentaciones de políticos a elecciones donde aparece una cara reconocida para el cargo más importante y una interminable lista de gente debajo, sobre los cuales los votantes no tienen la posibilidad de elegir o descartar a uno por uno) y la realización de la primera audiencia Pública de la historia de la ciudad de Ushuaia, propuesta por una organización de la sociedad civil.

 

“Planteamos que las sesiones del Consejo de la Magistratura sean públicas y definimos un método de selección objetivo de jueces”, recuerda Worman.

 

La información como eje esencial

 

Desde el principio, Participación Ciudadana trabajó con la provincia y los municipios en tres grandes temas: el acceso a la información pública, la publicación de los actos de gobierno y los mecanismos de rendición de cuentas.

 

Sobre el primer ítem, Worman asegura que “no se trata de un fin, sino de un medio”. Para el emprendedor social, la meta a alcanzar es la mayor participación por parte de los ciudadanos, algo que no puede ser posible si estos no cuentan con la información: cuáles son las leyes y las ordenanzas que existen, para que la gente sepa de qué se tratan y cómo pueden utilizarlas en su beneficio.

 

Respecto del segundo punto, la idea de Worman y de su asociación es exponer los contratos, las designaciones de personal. “Que cada ciudadano pueda responder a preguntas que van desde cuánto paga el Estado por un litro de leche hasta cuánta gente tiene contratada”, explica. Hablando del tercero de los pilares, Worman sólo agrega que “si es mi representante, tiene que rendirme las cuentas, así de sencillo”.

 

¿Cómo se puede lograr esto? De a poco, “analizando la estructura de poder de cada ciudad, de cada municipio y de cada provincia y manejando cada caso de forma diferente”, señala Worman. En Tierra del Fuego pasaron de no informar nada respecto de contrataciones ni acuerdos en 2005 a tener todos los datos dispuestos en una completísima página web en la actualidad. ¿Qué pasó en el medio? Una acción legal propuesta por Participación Ciudadana que llegó hasta el mismísimo Tribunal Superior de Justicia de la provincia y que dio como ganador a la organización de la sociedad civil.

 

“Es un camino que tiene como llegada la erradicación de vicios”, grafica Worman. “La sociedad civil es un sector, no un poder, por lo que lo único que tiene a su alcance es la posibilidad de ‘subir la valla’ de control a sus representantes”. Para ejemplificar esto último con términos directos, Worman agrega: “si quien ostenta el poder quiere robar, hacer que sea lo más dificultoso posible y si quiere tomar medidas arbitrarias, que deba pagar un alto costo político”. Guillermo no sólo pisó fuerte en Tierra del Fuego sino que, además, logró replicar el modelo en quince ciudades de la Patagonia y en sectores de Santiago del Estero y de Tucumán.

 

A quién le importa

 

La principal barrera que sufre el proyecto de Worman es, paradójicamente, lo que debería ser su fortaleza más poderosa: la gente. “Existe un fuerte desinterés y es nuestro desafío cotidiano generarlo”, explica el ideólogo de Participación Ciudadana. “Hoy la política no enamora ni quiere enamorar, para que haya menos ojos –define-. Hay interés, pero en que la gente tenga menos interés, así se rinden menos cuentas”.

 

¿Cómo lograr, en este contexto, que el pueblo sienta curiosidad por cosas de las que cada vez está más distanciado? Una forma es hablar directamente en términos de bolsillo. “Cuando accedemos, por dar un ejemplo, al presupuesto que un hospital tiene destinado para comprar gasas, averiguamos cuánta gasa compró y cuánto pagó por ella y mostramos la cantidad real de gasa que podrían haber adquirido a precio de mercado, siempre llamamos la atención”, apunta Worman.

 

Según el experto, se debe cambiar la conducta colectiva en dos aspectos: en el hecho de que los dirigentes están acostumbrados a que la gente no participe y en que las mismas personas están habituadas a no hacer escuchar su voz. La capacitación cívica es una de las herramientas principales para voltear este impedimento. “Muchas veces, basta con que una persona sepa que si va a un hospital público y no la quieren atender, alcanza con pedir a quien sea responsable del lugar que ponga eso mismo por escrito para comenzar a accionar contra esa institución y hacer respetar los derechos según las leyes”, explica el emprendedor.

 

El propio Worman sostiene que “la construcción del interés se hace uno a uno: cuando un ciudadano puede decir ‘participé y me fue bien’, ya genera la curiosidad de participación entre quienes los rodean”.

 

¿Adónde apunta todo el proyecto, en definitiva? A cambiar las reglas del juego, a generar un nuevo orden y nuevas leyes, a renovar los métodos. “Las reglas son funcionales al sistema que pretendemos cambiar, por lo que todo se hace más difícil –agrega Worman-. Buscamos entonces un conjunto nuevo de normas que apunten a que el pueblo tenga cada vez más poder”. Guillermo concluye que “muchos querrán hacer creer que esto es caos o anarquía, pero se trata tan solo de un nuevo orden ciudadano”.

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El cuartito del horror y Murphy es colombiano y trabaja en migraciones

Posted on 15 octubre, 2008. Filed under: Walter Duer -Buenos Aires | Etiquetas: , , |

Por Walter Duer / Buenos Aires

EL CUARTITO DEL HORROR

Recuerdo la primera vez que viajé como invitado en calidad de periodista: fue en mayo de 1998, yo tenía sólo 23 añitos y me tuve que tomar un avión con unos cuantos colegas con destino a Nueva York. Recuerdo también que otro de los invitados, el más veterano del grupo y el que más millas había acumulado hasta ese momento sin necesidad de pagar ningún pasaje, me dio un consejo de esos que sólo el maestro Yoda puede dar, de esos que no deben olvidarse jamás: “en migraciones, no digas que sos periodista”, me dijo. No pasaron muchos años antes de que deba arrepentirme de no haber honrado sus palabras al pie de la letra.

A ver… este bueno señor me habló cual padre que intenta explicar a su hijo los misterios de la vida en una época en que las Torres Gemelas estaban erguidas, en que aquí un dólar se conseguía oblando un peso y en que, tal vez como consecuencia de los dos ítems anteriores, los argentinos ingresábamos a Estados Unidos sin visa.

Precisamente en mi primer viaje a la parte de Norteamérica que no es México ni Canadá luego del ataque al World Trade Center fue que tuve la mala idea de ser sincero con las autoridades aeroportuarias. Como descargo, puedo decir que la entrevista en la embajada me había dejado muy paranoico. No sé cuántos pasaron la experiencia justo en la época de la crisis, pero obtener la visa al reino de Bush en 2002 era, al menos, traumático. Es que casi todos los argentinos que aún guardaban algunos billetes tenían la fantasía de mandarse a mudar a cualquier lugar fuera de nuestros límites geográficos y los buenos funcionarios consulares yanquis (que, por otra parte, consideran desde siempre que su país es el mejor del universos y que todos, absolutamente todos, queremos vivir allí) no podían tomarse de tiempo de distinguir quién viajaba por trabajo (como era mi caso), quién a visitar a una madre en su lecho de muerte y quién con destino de ser lavacopas indocumentado ni bien venciera el período de vigencia de la visa.

Dentro de los límites de la embajada, debo reconocer, no había ni un atisbo de discriminación: nos trataban a todos como iguales. Es decir, como potenciales lavacopas. Por eso, debíamos responder un cuestionario (en mi caso, ante un funcionario que ni siquiera hablaba bien español, por lo que si me bochaba, tal vez lo hacía por las razones equivocadas) que en muchas preguntas rozaba cuestiones más que personales, delante de unas 200 personas que esperaban su turno detrás de nosotros. Porque uno tenía que decir cuánto ganaba, por qué había decidido dejar a su marido, cómo había descubierto que su hijo se drogaba o dónde había aprendido a armar bombas Molotov frente a una ventanilla símil banco en un cuartito de tres por tres atestado de personas ávidas de obtener el tan preciado documento.

Con ese bagaje a cuestas, pasé las 11 horas de un vuelo a San Francisco pensando sólo en qué poner en el papel de migraciones. ¿“Periodista” y faltar al consejo que me había dado años atrás una persona que de entrar en los Estados Unidos sabía mucho? ¿“Docente” y mentirles a esas personas que tal vez habían investigado mis antecedentes gracias a los miembros de la CIA que operaban en Buenos Aires, para ser descubierto y devuelto a mi país de origen? Ya con el avión aterrizando, no tuve alternativa que poner algo. Y puse la opción equivocada, por supuesto. Porque además de todo, vale la aclaración, había una visa específica para periodistas y otra genérica para viajeros de turismo y negocios. Yo había solicitado esta última, porque para obtener la primera era imprescindible trabajar en relación de dependencia con algún medio. Y yo era freelance.

Al oficial de migraciones que me recibió no le tembló el pulso. Apenas miró la tarjeta y detectó las letras que formaban la palabra “journalist” me señaló un cuartito y me dijo (en inglés, claro, el hombre no iba a aprender español sólo para mí): “espere allí por favor”.

Entré. Era un lugar muy pequeño, pintado del amarillo típico que toman las paredes cuando no han sido pintadas por años y con una iluminación muy blanca. Por alguna razón, no me sorprendió ver que todas las personas que estaban allí esperando su potencial deportación eran latinos. Entonces descubrí que la luz blanquísima tenía su objetivo, porque todos miraban las lámparas como hipnotizados. Me senté en un asiento vacío a esperar mi sentencia. Durante largos cuarenta minutos yo también miré la luz del techo. Tenía conmigo un libro interesante y todo, pero no podía dejar de ver la luz. Cuando ya estaba lo suficientemente atontado, apareció una señora rubia y gorda detrás de un mostrador y me llamó. Pero no como lo haría un funcionario de migraciones que está a punto de patear el culo de un sudaca, sino como una mamá que quiere que su hijo se acerque a comer a la mesa. Incluso usó mi nombre de pila, y le dio cierta musicalidad: “Wooooolter”.

Me acerqué y mantuvimos esta conversación en inglés:

– ¿Por qué tiene visa de turista si usted es periodista?

– Porque trabajo de periodista, pero aquí no estoy como periodista.

– Pero si usted es periodista, tiene que venir con visa de periodista.

– Pero para sacar la visa de periodista tengo que trabajar interno en un medio y yo soy freelance, por lo que si hubiera aplicado para la visa de periodista no me la hubiesen dado.

Me miró con desconfianza, como si por fijarme los ojos durante unos segundos yo terminara desarmándome y confesando que en realidad era un terrorista musulmán disfrazado de periodista argentino. “Espere que tengo que llamar a mi supervisora”, me dijo.

Fueron otros cuarenta larguísimos minutos, al cabo de los cuales, justo en el momento en que mi retina estaba a punto de estallar por la maldita luz, apareció la supervisora. No puedo describirla porque cuando pestañeaba el recuerdo de la luz generaba una película violeta en el aire que me impedía verla. Se dio más o menos la siguiente conversación.

– ¿Por qué tiene visa de turista si usted es periodista?

– Porque trabajo de periodista, pero aquí no estoy como periodista.

– Pero si usted es periodista, tiene que venir con visa de periodista.

– Pero para sacar la visa de periodista tengo que trabajar interno en un medio y yo soy freelance, por lo que si hubiera aplicado para la visa de periodista no me la hubiesen dado.

También me escrutó con detenimiento. Evidentemente, era algo que les habían enseñado en algún curso de defensa contra las artes oscuras, obligatorio para todo e personal. Al cabo de un rato, me despidió con una verdad de Perogrullo: “ahora vaya, pero la próxima vez que venga a Estados Unidos, si trabaja en relación de dependencia con algún medio, saque la visa periodista”.

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Murphy es colombiano y trabaja en migraciones

Llegada a el aeropuerto de El Dorado, en Bogotá. Una especie de escenario ochentoso, como si se tratara de un decorado de película de Olmedo y Porcel que nadie desmanteló. Había dos puestos de migraciones abiertos: uno, atendido por un joven, tenía unas tres personas en la cola; el otro, a cargo de una señorita, estaba vacío. La lógica me garantizaba que tenía que dirigirme al de la niña, aunque una fea sensación me acompañó todo el recorrido hasta que llegué a su lado y le entregué mi pasaporte y mis papeles de ingreso al país.

No sé cómo estarán las cosas ahora en migraciones colombianas. Esta anécdota es de 2004 y, en ese momento, todavía los funcionarios cargaban los datos de cada uno de los que llegaban en un formulario del viejo y querido DOS, con pantalla de fondo azul y recuadros grises en los que se completaba la información.

La joven tomó mi pasaporte, lo abrió en la página donde estaban mis señas particulares, lo acercó y lo alejó de sus ojos para finalmente ubicarlo en un punto en el que el foco visual le quedaba cómodo. En ese momento comenzó el baile.

Lo que sigue es la descripción de la carga de datos en tiempo real. La voz pertenece a la funcionaria de migraciones: A ver… nombre… W (mirada rápida por todo el teclado tratando de identificar la “W”)… A (ídem)… L (ídem)… T (ídem)…

Y así con todas y cada una de las letras. Recuerdo que una de las cosas que más me sorprendió fue que cuando tuvo que ubicar por segunda vez la “E” o la “R” volvió a recorrer todo el teclado, como si además de ausencia de talento para el tipeo tuviese la memoria obstruida.

Con lentitud exasperante cargó apellido, estado civil, sexo, dirección en Buenos Aires, hotel en el que iba a parar en Bogotá, razones de mi viaje, fecha de llegada, fecha de salida, número de vuelo y aerolínea. La cola del otro puesto parecía la largada de los 100 metros llanos olímpicos: la velocidad con que la gente llegaba, presentaba sus papeles y salía al bochornoso clima bogotano me despeinaba el flequillo. Comencé a observar las esquinas que formaban las columnas con el techo, para detectar alguna cámara oculta y confirmar si se me estaba haciendo algún tipo de broma televisiva, pero no di con nada.

De repente, para romper el clima, se me ocurrió tirar una broma: “mire que sólo vengo por tres días”. Ese chiste mal ubicado me hizo perder otros dos o tres minutos, el tiempo que la niña tardó en soltar el teclado, levantar la vista, pensar qué le había dicho, evaluar si le causaba gracia, estimar que no le causaba gracia pero que debía hacerme pensar que sí, sonreír, bajar la vista al teclado, darse cuenta de que no recordaba por dónde iba, llevar la mirada al monitor, pensar qué letra seguía respecto de la última que ya estaba puesta y retomar la escritura.

Al cabo de un tiempo indefinible e infinito, pude ver que finalmente apareció un recuadro superpuesto a la pantalla con la leyenda “¿Están los datos correctos? Sí No”, en el cual la “S” del “Sí” y la “N” del “No” estaban subrayadas, indicando que si uno presionaba alguna de esas letras en su teclado estaba respondiendo la pregunta. La niña levantó su índice amenazador hacia el cielo y, por primera vez desde que yo estaba ahí, lo bajó sin dudar.

La paz interior me duró sólo un segundo. Porque justo después de apretar el botón que había elegido, la joven funcionaria (¿sería su primer día? ¿la gente que llega a Bogotá realmente tiene mucho tiempo libre? ¿me odiaba?) palideció y sólo atinó a decir “¡Ay!” al mismo tiempo en que utilizaba sus dos manos para cubrirse la cara y la pantalla azul volvía a mostrar todos sus cuadraditos grises vírgenes, ansiosos por darle la bienvenida a algún recién llegado a tierras colombianas.

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Hay gente nueva en el sur

Posted on 11 agosto, 2008. Filed under: Walter Duer -Buenos Aires | Etiquetas: , |

Walter Duer / Buenos Aires

 

“Pobreza” y “falta de dignidad” son dos términos que, a menudo, suelen confundirse. Es como si una persona, por no poseer bienes materiales, tenga que conformarse con un sitio relegado en la sociedad. “Desde el principio, nuestra idea fue dar herramientas a los más pobres para que puedan ganar protagonismo”, cuenta Gustavo Gennuso, creador de Fundación Gente Nueva, una organización que se dedica a dar educación de calidad para fortalecer a los sectores de escasos recursos económicos de Bariloche, en el sur argentino, para que sean ellos generadores de cambio de las situaciones de injusticia que atraviesan.

 

Nacido en el marco de una familia trabajadora (madre maestra rural, padre camionero), Gennuso comenzó a detectar desde muy pequeño el concepto de injusticia social. Porque su mamá estaba en contacto continuo con los puesteros de campos, padres de sus alumnos y eternos relegados. Y porque su padre transportaba la hacienda de los grandes terratenientes. Era moneda corriente en la vida de Gustavo que una discusión laboral, territorial o monetaria terminara definiéndose siempre a favor del más poderoso.

 

Su llegada a Bariloche fue como estudiante de Ingeniería Nuclear del prestigioso Instituto Balseiro de esa ciudad. “El primer cuatrimestre allí lo pasé muy mal, por estar en un ambiente diferente, porque estudiaba las 24 horas del día y porque estaba concentrado en una única actividad, cuando a mí siempre me gustó hacer muchas cosas al mismo tiempo”, indica Gennuso. Como consecuencia de ese aburrimiento comienza a participar de unas charlas a cargo de Juvenal Currulef, un párroco diocesano que le abrió la cabeza. “Nos transmitía las enseñanzas de Jesús y nos explicaba que el Reino que promete debía empezar aquí mismo”, cuenta el emprendedor.

 

Era todavía la época del proceso y el panorama político del país no se presentaba fácil. De las palabras, pasaron rápidamente a la acción: la construcción de una escuelita en el Barrio Virgen Misionera de Bari. En 1983, aún bajo el gobierno militar, se pone el establecimiento a funcionar y a través de un convenio con las autoridades se crean tres cargos docentes. “La escuela había sido el primer paso en el contexto de un barrio en el que todo estaba por hacerse, así que decidimos, junto con el grupo de gente que seguía a Currulef, incrementar el nivel de acción social”, cuenta Gennuso.

 

Con una ayudita de mis enemigos

En 1984, ya con la democracia en funcionamiento, se establecieron consultas entre la gente del barrio para establecer qué necesidades tenían. Surgieron tres ejes principales: posesión de la tierra, que no era de ellos; una guardería infantil para dar soporte a las madres que trabajaban y un taller de oficios. En los años siguientes, todos estos anhelos tuvieron un soporte de realidad.

 

El de las propiedades era uno de los temas clave. Porque desde el punto de vista legal no existían cuentas claras y había familias que luego de haber trabajado durante años una tierra se encontraban, de la noche a la mañana, con que había aparecido un supuesto “dueño” del que nadie tenía noticia. “Todos vivían con el temor a que sus pocas posesiones se esfumasen de repente”, señala Gennuso. Con mucho esfuerzo, se logró un fraccionamiento municipal para la construcción de 20 viviendas, pero los conflictos estaban lejos de desaparecer: políticos interesados, potenciales reclamos, consejeros vecinales que querían quedarse con “porciones”…

 

Por otra parte, apareció otro conflicto en simultáneo. El obispado de Viedma, al que pertenecían las cuatro escuelas que el grupo había conformado hasta ese momento, nombró un vicario en la zona y el hombre, lejos de la espiritualidad que su envestidura le obligaba a tener, comenzó a jugar a la guerra para ver quién tenía más poder.

 

Corría 1989 y estas dos situaciones problemáticas se resolvieron de una misma manera: con la creación de la Fundación Gente Nueva, un órgano que se convertiría en la herramienta y en el paraguas para concretar proyectos como financiar la construcción de barrios o tutelar escuelas sin que medien conflictos judiciales ni que prosperen aprovechadores de vacíos legales. “La creación de la Fundación, una asociación civil, surgió después de que le diéramos mil vueltas al asunto para ver cómo podíamos deshacernos de toda esta gente que interrumpía nuestra obra”, señala Gennuso, quien agrega, crudo, que “evidentemente, tener gente que te quiere joder puede ser muy útil para crecer”.

 

Tierra firme

Para las tierras, entonces, la Fundación consiguió fondos, las adquirió a su nombre y las vendió entre los potenciales habitantes, con una cuota comunitaria accesible y con mucho trabajo de la misma gente: muchos de los pobladores de la zona eran muy hábiles en temas de albañilería. “No éramos un banco, por lo que la consigna aquí era ‘dar la cara’. Si una familia no podía pagar una cuota, simplemente tenía que avisarnos para que organizáramos alguna alternativa”, comenta Gennuso.

 

Las instituciones educativas, por su parte, ingresaron en un esquema de “escuelas públicas de gestión privada”, aunque se trabajó mucho también por modificar ese concepto y crear el de “escuelas públicas de gestión social”, que presupone una buena asociación entre el estado y las organizaciones de la sociedad civil para mejorar la calidad de la educación. A la fecha, Río Negro es la única provincia que contempla este concepto en su ley, aunque no ha sido reglamentado.

 

En la actualidad, Gente Nueva tiene instituciones educativas en tres barrios populares de Bariloche: Virgen Misionera, 34 Hectáreas y Villa Llanquihue. Si bien las escuelas trabajan principalmente con la población de los barrios en los cuales se hayan insertas, también concurren alumnos que provienen de distintos sectores populares de la ciudad, principalmente en los secundarios y en los primarios de adultos.

 

Pero el accionar de la Fundación no se detiene allí. También genera una mejora regional a través de un programa para formación de actitudes emprendedoras y economía social en la escuela media, que se lleva a cabo en varias ciudades de Río Negro, así como de provincias vecinas. Algunos datos para sorprender: se estima que son más de 5.000 personas las que pasaron por las aulas de Gente Nueva, que 300 familias consiguieron su terreno propio y mejoraron su vivienda, que 200 jóvenes obtuvieron trabajo, que más de 1.500 chicos participan de la red juvenil y que unas los cursos y las actividades que se organizan ya contaron con más de 3.000 participantes.

 

“Esto es lo que me hace feliz, pero eso sí, el día que mire por la ventana de la realidad y vea que hay justicia social, me voy a hacer otra cosa”, concluye Gennuso.

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Usina de igualdades

Posted on 9 julio, 2008. Filed under: Walter Duer -Buenos Aires | Etiquetas: , |

Por Walter Duer / Buenos Aires

“Siento que me pasó un camión por encima”. Esa frase se usa habitualmente para explicar por qué uno se convirtió en una víctima del desgano. El caso de Beatriz Pellizari, en ese sentido, hasta puede ser considerado una paradoja: literalmente fue pasada por encima por un vehículo de gran porte (un micro de pasajeros, para ser más concretos), pero eso fue, en definitiva, la frutilla del postre que le dio la fuerza para seguir adelante y dedicar buena parte de su vida a un proyecto que hoy se llama La Usina y que tiene como misión promover un cambio de actitud con respecto a la discapacidad. Entre otras actividades, la organización genera campañas de concientización o junta de firmas para que se hagan cumplir las leyes de discapacidad existentes, lo que no es poco en la Argentina.

“Cuando tenía 17 años me fui de campamento con mi novio de entonces a Piriápolis. Un día se nos ocurrió ir al Chuy a hacer algunas compras”. Durante el trayecto de vuelta, el mentado micro se les vino encima. El joven perdió la vida y Beatriz quedó, como ella misma lo define, “muy destruida”. “Estuve un año y medio sin caminar y varios meses sin saber que él había muerto”, recuerda.

La operaron de una pierna infinidad de veces y hasta le recomendaron la amputación, pero luego el empeño de los médicos logró salvarla. La primera vez que volvió a pararse en la habitación en un segundo piso de un sanatorio montevideano, tras meses de estar acostada, le cayó la ficha: “tenía que empezar todo de nuevo, no sólo volver a caminar, sino también recuperar el espíritu”. Quien conoce a Pellizari hoy, con su peinado breve híper rojizo y una velocidad para hablar y para moverse que se hace difícil seguir, no duda ni por un instante de que ese propósito tenía que ser logrado.

Había que empezar cuanto antes a retomar la vida habitual, así que Beatriz no dudó y comenzó a buscar trabajo. Rápidamente logró una entrevista, con un pequeño detalle: en ningún lugar de su currículum decía que Beatriz se movía con bastones.

Soy lo que tengo, no lo que me falta
Apenas ingresó en la oficina del potencial jefe, Pellizari notó que el hombre frunció los labios, en clara señal de “problemas”. “Tengo la pierna fracturada, pero el cerebro me funciona diez puntos”, le dijo de inmediato. Hasta escondió sus bastones debajo de la silla para que su interlocutor no los viese y evitarle la incomodidad. “Me puso 40.000 excusas para evitar que yo arrancara, pero tanto trabajé en convencerlo que, finalmente, me contrató: vea lo que tengo, no lo que me falta”, lo conminó.

Años después, debido al deterioro que sufrió la economía uruguaya a principios de los 80, Beatriz decidió emigrar. Llegó a Buenos Aires y trabajó en diferentes empresas, siempre en áreas comerciales. En 1989 tuvo un breve regreso a su tierra natal, corriendo detrás de un amor, pero la desilusión la depositó rápidamente de nuevo en la capital argentina.

Ya establecida, se orientó hacia su vocación natural: trabajar en organizaciones sin fines de lucro. “Siempre había hecho trabajo voluntario, pero además estaba en empresas”, recuerda. Comenzó en la Camerata Bariloche en 1990 y, dos años después, recibió una invitación para ir a un curso sobre el desarrollo de fondos para las ONG. Allí conoció a Jacqueline de las Carreras, de la Fundación PAR, una organización que se ocupa de dar igualdad de oportunidades para personas con discapacidad, e intercambiaron tarjetas.

En diciembre de ese año, Pellizari recibió un llamado de PAR invitándola a unirse al equipo. Estuvo allí hasta 2000. “Todo hilvanaba: mi experiencia personal, los antecedentes de venir de una familia de clase trabajadora, mis estudios…”, analiza Beatriz. En 1999, por su trayectoria, fue nominada para obtener un premio de la fundación Ashoka que le permitiría crear su propia organización. Así nació La Usina.

El dinero como obsesión
“Las organizaciones sociales son las únicas que arrancan un negocio sin capital de inicio: los bancos no nos dan préstamos, ni aún sobre la propiedad”, parece quejarse Beatriz, sensación que se refuerza cuando agrega que “por otra parte, está mal visto que seamos personas rentadas, que vivamos de esto”.

El dinero una obsesión para las organizaciones sociales. “El 50 por ciento de nuestro tiempo se va en busca de financiamiento”, cita Pellizari. En ese sentido, las reuniones con empresarios muchas veces terminan en decepciones. “Hablar de dinero es mala palabra. Somos vistos como mendigos, no como socios estratégicos, pero yo me siento un par, no estoy debajo de nadie”, indica Beatriz, para completar que “a veces, me alcanza con que done horas y algunos datos de su agenda”.

Por todo esto es que La Usina está detrás de un hito en esto de desarrollar recursos: dejar de buscar donaciones y generar venta de servicios y desarrollo de emprendimientos con autosustentabilidad.

“Existe una diferencia básica entre yo y el director de una compañía: él tiene el budget al principio del año y en base a eso decide qué hacer; yo decido qué hacer y después salgo a ver si consigo los fondos. Nunca trabajé en una organización sin fines de lucro que tuviese presupuesto y planificación”, define con crudeza Pellizari

A menos en uno de cada cinco hogares argentinos vive una persona con discapacidad. Esto  impacta sobre 8.8 millones de habitantes, considerando el entorno familiar directo. “Nuestro contexto cultural, atravesado por fuertes paradigmas, no contempla la equidad ni la  diversidad”, señala Pellizari. Ese es el principal aporte que busca La Usina: generar una visión distinta, acercando a los ciudadanos a la temática de la discapacidad con propuestas innovadoras para construir una sociedad entre todos y para todos.

Entre otras cosas, la organización está formando una base de datos sobre el estado de las personas con discapacidad y organizaciones que las nuclean en el país para, por ejemplo, actuar de nexo entre las empresas y los trabajadores con discapacidad física o motora para que accedan a un empleo competitivo.

La Usina apuesta, fundamentalmente, a un cambio. Pellizari está convencida de que es posible, aunque el camino puede llegar a ser largo. “Uno es libre para cambiar las circunstancias de su vida todas las veces que sea necesario. Si algo no me gusta, lo cambio. Y si no puedo cambiarlo, me cambio yo”, concluye.

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Música que no envejece

Posted on 10 abril, 2008. Filed under: Walter Duer -Buenos Aires | Etiquetas: , , |

Walter Duer / Buenos Aires

 

Vivimos inmersos en una sociedad que se la pasa mandando a los viejos con la música a otra parte. Salvo en Mar del Plata. Es que en la ciudad balnearia argentina existe una fundación llamada Papelnonos que se ocupa, precisamente, de reunir a personas de la llamada tercera edad y de generar actividades relacionadas con la música, con el objetivo, según rezan algunos anuncios de la propia institución, de lograr un envejecimiento activo y la inclusión social de las personas mayores.

 

Detrás de Papelnonos se encuentra Jorge Strada, quien lleva casi veinte años ayudando a los más grandes a crear sus propios sonidos. “Antes de que existiera esta fundación, mi relación con la gente mayor era una combinación de intriga y de sensaciones contradictorias y simultáneas que creo que son comunes a muchas personas: gratitud, rechazo, miedo, espanto, culpa y solidaridad”, cuenta. La óptica cambió a partir del contacto cotidiano con los “viejos”: “Este tiempo largo y sin interrupciones en que me he dedicado a esto me ha permitido aclarar mucho mejor las cosas”, explica Strada, para luego especificar que “también me ha ayudado a replantear y recrear la relación con mi propia imagen de vejez”.

 

Strada comenzó a desarrollar talleres en la mencionada ciudad sobre técnicas de construcción de instrumentos musicales de papel para alumnos y docentes de las escuelas municipales. “El objetivo del taller era que los asistentes pudieran tener un medio para expresarse musicalmente sin el requerimiento ni la necesidad de conocimientos y habilidades musicales previas”, explica Strada.

 

En ese momento, mediados de la década del 80, se conformaron dos grupos: Papelitos, integrados por los niños, y Papelones, conformado por profesores de música. En 1989 surgió la idea de crear una tercera agrupación para adultos mayores, que fue la semilla de Papelnonos. “Además de conformar tres generaciones en torno a esta suerte de música artesanal con instrumentos de papel, pudimos mostrar una experiencia de integración interesante, ya que en numerosas ocasiones miembros de los tres grupos ensayaban y se presentaban juntos para tocar en público”, recuerda Strada.

 

Viejos son los trapos

 

A partir de 1992, Strada decidió profundizar su trabajo con los más viejos y diseñar un programa con objetivos y ambiciones que van más allá de la música: el de “constituirse en un modelo para instalar en la sociedad argentina y latinoamericana una nueva imagen y un nuevo concepto de la vejez”, según la visión (o “delirio”, de acuerdo a la definición del propio Strada) de la organización.

 

Cuando nació Papelnonos, había sólo 12 participantes tratando de armar sus instrumentos de papel, todos habitantes de Mar del Plata. Hoy existen más de 30 orquestas distribuidas por todo el país conformadas por miles de personas. “La gente se aproxima casi por contagio, ya que son los propios viejos de Papelnonos los que, a modo de planta rizomática, se extienden y dan vida a la creación de nuevos grupos en diferentes ciudades”, explica el dueño de la idea. “Los viejos se aproximan porque perciben una puertita abierta que se resiste a la soledad, la desesperanza  y que los invita a entrar a encuentros con la fantasía, la solidaridad y, de alguna manera, con la ausencia de la tristeza”, completa Strada.

 

Y si bien el espacio comenzó siendo sólo musical, luego, y por decantación natural, la música pasó a ser sólo uno de los múltiples medios que la organización utiliza para la comunicación  y la expresión. Porque hoy existen capacitaciones y talleres en escuelas dados por los propios viejos, espacios de redacción que terminan con la publicación de libros de diversos géneros que van desde la literatura y los ensayos hasta la historia, pasando por radioteatros y hasta por manuales de instrucción para aprender a construir instrumentos musicales de papel.

 

Y la banda sigue tocando

 

Algunos números sorprenden: a la fecha, se han construido más de 3.000 instrumentos de papel que fueron utilizados en diversos espectáculos y más de 800.000 cornetitas, también de papel, que se han regalado en presentaciones, talleres y encuentros. Una verdadera industria. “La música es un elemento ideal para generar este espacio de expresión: por su propia magia y por ser un disparador de la sensibilidad y la fantasía”, señala Strada.

 

Con la música como estandarte, Papelnonos sigue su camino de crecimiento. Las distintas orquestas conforman hoy una Red Nacional que permite que las más desarrolladas apoyen a aquellas cuya supervivencia peligra. “Muchas veces, se ven afectadas por las vicisitudes de políticas locales o regionales”, explica Strada.

 

 “La tercera edad parece definirse como una época en la que se pierde más de lo que se gana”, indica Strada. “Nuestro objetivo, entonces, es quebrar ese esquema, apostar a un juego de palabras que llevamos como lema: lo importante no es si pierdes ni si ganas, lo importante es que no pierdas las ganas”, agrega el emprendedor.

 

A través de presentaciones de la orquesta y otras manifestaciones artísticas, Papelnonos está quebrando la percepción de la vejez como una etapa de pérdidas y dificultades. A partir de la participación en Papelnonos, se ha comprobado que la autoestima de las personas mayores aumenta, recuperan sus vínculos familiares, disminuyen las quejas y pensamientos negativos, aumentan las actitudes vitales para generar proyectos personales.

 

“La vida no tiene límites, hasta el último suspiro, hasta el último momento uno puede vivir y vivir bien. Hay posibilidades y potencialidades propias en la vejez. Hay que entender la vida, comprenderla a partir de integrar las experiencias y el tiempo para mirar adelante sin horror ni miedo”, concluye Strada.

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Radio La Colifata: La Locura está en el Aire

Posted on 3 marzo, 2008. Filed under: Walter Duer -Buenos Aires | Etiquetas: , |

Por Walter Duer / Buenos Aires

Una recorrida por el dial de Buenos Aires casi no tiene sorpresas. Las voces de las locutoras y los locutores parecen haber sido moldeadas en serie y los mismos temas musicales se repiten hasta el hartazgo. Si incluso las bromas que se dicen en una estación podrían haberse escuchado en la anterior apenas segundos antes. Pero si el aburrimiento no vence al oyente antes de sintonizar el 100.1 de la frecuencia modulada (y esto es válido sólo para los que viven en el barrio de Barracas o cerquita de allí), encontrará allí voces originales, naturales, vivas y que, además, construyen ideas, conceptos, humor. Son los sonidos de los internos de un manicomio.

Por estas tierras, «colifato» es un sinónimo simpático de «loco». Y los «colifatos» pobres van a parar, desde 1883, al hospital neuropsiquiátrico municipal José Tiburcio Borda. El «borda» (así, con minúscula) es también un argentinismo equivalente a «institución mental», aunque menos simpático. Durante años, esta institución tuvo la peor fama en el inconsciente colectivo. Por un lado, la falta de cuidado de las instalaciones y algunas denuncias «a voces» que afirmaban que los internos recibían maltratos por parte del personal. Por el otro, la clásica discriminación natural que la mayoría de los seres humanos sienten hacia lo desconocido y, por qué negarlo, el miedo que hay alrededor de todo lo que está relacionado con la salud mental.

Alfredo Olivera es una de las personas que nunca temieron a los muros del «borda», esos que separan a los «locos» de los «cuerdos». Por eso, mientras estudiaba la carrera de psicología, hurgaba en su cabeza por una idea que permitiera una nueva forma de terapia para ayudar a los internos. Así surgió Radio La Colifata, un espacio de expresión y comunicación en el que los habitantes del Borda pudiesen hablar del amor, de la religión y, por supuesto, de la locura. Todos los sábados, de 14.30 a 19.30, los 1200 pacientes del hospicio pueden acercarse hasta el patio de la institución, donde está montado el estudio, y participar de los programas, decir lo que piensan o plantear interrogantes.

La palabra vedada

«Al principio, nuestra propuesta era amenazante, porque consistía en darle la palabra a quienes se suponen que tienen el discurso alterado», confiesa Olivera, quien agrega además que, «esto, encima, se daba en el marco de una institución cuestionada». La idea de La Colifata, que nació en 1991, fue pionera absoluta en el mundo. Porque, convengamos, hay que estar muy loco para poner un micrófono en la mano de un ídem.

La Colifata logró en poco tiempo lo que el Borda no consiguió en más de 100 años: abrir la entidad a todas las personas. Porque cualquier sábado uno puede ver a unos 20 ó 30 visitantes recorriendo los pasillos del neuropsiquiátrico sólo para acercarse a ver qué pasa en esa radio de locos. La repercusión tampoco se hizo esperar. Y si bien el alcance geográfico de la emisión es limitadísimo, los oyentes se suman de a millones, porque alrededor de 30 radios de toda la Argentina y hasta alguna frecuencia de Uruguay retransmiten grabaciones de los programas «colifatos».

«La radio revaloriza el lugar de los pacientes como personas y motiva sus capacidades para desarrollarse», dice Olivera. Y no miente. Muchos internos, los que tienen más experiencia frente a los micrófonos, son invitados de manera continua a otras emisoras para llevar adelante programas completos. Otros, los «corresponsales colifatos», salen a la comunidad en busca de la noticia. Uno de los aspectos más sorprendentes es que, a pesar de que la radio lleva más de dieciséis años de funcionamiento, aún no ha recibido apoyo oficial por parte de la institución. De hecho, La Colifata jamás tuvo un espacio físico para funcionar dentro del Borda, todas las transmisiones se hacen al aire libre, en los llamados «jardines» del hospicio que, para no escapar de la locura circundante, son de cemento.

La ventana de la radio terminó de ampliarse cuando en 2004, Telefé, el canal de televisión de aire que suele ser uno de los dos de más rating de la Argentina, cedió su espacio para un programa especial de una hora, La Colifata TV, y lo mostró en su pantalla en horario central.

Una sociedad que se cuestiona

«El abordaje de la radio consiste en hacer que la sociedad se cuestione a sí misma, que genere dudas allí donde había sólo certezas», indica Olivera. Sin embargo, el emprendedor admite que se camina por una cornisa muy delicada. La figura del «loco peligroso» no es realista ni positiva. Pero tampoco lo es una imagen idealizada de la locura como algo lindo, que es una de las reacciones que podría llegar a construir la radio en quienes la escuchan. «Buscamos ubicar a la gente en lo que la enfermedad significa y, al mismo tiempo, dar al enfermo un halo de dignidad», sentencia Olivera.

Más allá del espacio de expresión y de la capacidad de comunicación que se logra entre los habitantes a ambos lados de los muros del Borda, La Colifata brinda excelentes resultados terapéuticos. Como dato, anualmente la radio colabora con el proceso de externación del 35 por ciento de los pacientes que se tratan. Además, es una forma de evitar reinternaciones, puesto que la tasa de personas que pasaron por La Colifata y que, luego de salir del Borda, debió volver a ingresar, alcanza apenas el 5 por ciento y es sensiblemente inferior a la media, cercana al 70 por ciento.

No olvidar: La Colifata es una OSC (Organización de la Sociedad Civil) que no tiene apoyo de las autoridades del hospital («aunque sí, y mucho, de algunos de los profesionales que trabajan allí», aclara Olivera), que no recibe financiamiento alguno y que ha armado un equipo de voluntarios que ha hecho todo esto ad-honorem durante muchos años.

La actualidad encuentra a Olivera en un proceso de profesionalización, un acercamiento al sector privado, a las OSC y al sector público para generar fondos que permitan aumentar el nivel y la calidad de este proyecto. «Queremos armar un equipo sólido y nutrido de profesionales de la salud. El modelo de voluntariado ha sido muy exitoso, pero ya se agotó. El desarrollo del proyecto y la demanda de tiempo que genera a los que participamos de él exigen hoy un staff rentado y con un compromiso completo», indica.

Los ignorantes suponemos que los locos creen que hablan por radio. La Colifata nos permite a los «cuerdos» ingresar en esa fantasía.

Nota: En la página web de La Colifata puedes bajar emisiones de su programa «Acuse de Recibo».

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Navidad, ¡qué cosa!

Posted on 20 diciembre, 2007. Filed under: Yolanda Yebra -Buenos Aires | Etiquetas: , |

Por Yolanda Yebra / Buenos Aires

Tengo tres pesos en el bolsillo. Estoy pelada. Sin pelas, digo. No me tenga lástima. Hace tiempo que aprendí a desprenderme de las cosas, cositas, cosillas. El dinero es eso, una cosa, la más volátil de todas después de la pólvora.

No fue fácil alcanzar esta situación tan desprendida. Tuve que instalarme en la Argentina de la crisis y repetir mil veces la palabra «cosa» para que perdiera el sentido. La palabra, no yo, se entiende. Aunque casi perezco en el empeño.

Tan apegada estaba yo a las cosas, que no me cabía en la cabeza que una de las primeras películas que vi sobre extraterrestres pérfidos y chupa vidas se llamara «La Cosa». Precisamente, a las cosas se les tiene cariño porque nos ayudan a conservar la memoria: tal y cual cosa la compré en aquel sitio, ese día, a equis hora; o me la regaló Mengano o Citana en determinada ocasión.

Hoy, después de veinte mudanzas en toda regla y en plena batalla por pertenecer a la clase media argentina (a lo que queda de ella) veo que mi reconversión no tiene mucho mérito. Son las cosas las que han ido desprendiéndose de mí. ¡Qué desgarro! Perder la memoria es algo terrible. ¡Lástima no ser caracol!

Por si fuera poco admitir que el logro no es mío, sino de mi peregrinaje y de mi asentamiento en estas pampas, inflacionarias y tacañas en oportunidades, ahora corre peligro todo mi afán por conservar el Nirvana «anticosa», inducido por mi relativa pobreza. Relativa porque depende desde qué punto se la mida, y no necesito que un melón me golpee en la cabeza para darme cuenta de lo afortunada que soy.

Corre peligro porque Papá Noel y los Reyes Magos me clavan sus miradas en los centros comerciales de Buenos Aires, abarrotados durante las veinticuatro horas que permanecen abiertos antes de que estos personajes irrumpan en la intimidad agnosta de mi departamento. A esos barbudos les importa un comino que me queden tres pesos en el bolsillo. Claro, son de cartón piedra.

Es Navidad y hay que echar la casa por la ventana para dar muchas cosas, porque uno sabe, intuye al menos, que recibirá otras tantas. Matizo: hay que comprar muchas cosas para hacernos a la idea de que ya podemos consumir gracias a que las cosas en Argentina están mejor. Y no me juzgue por dejar de lado el espíritu navideño e imaginar que soy el Grinch, que en Hollywood se atrevió a ser verde antes que Shreck.

Aunque faltan un par de vidas para llegar a la versión local del grandilocuente «España va bien», la clase media argentina necesita sosegar su ego adquisitivo, dolorido desde 2001, cuando un peso dejó de ser un dólar.

Para eso, nada mejor que ser parte de la marabunta que recorre los mil escaparates de la comercial avenida Santa Fe. Nada mejor que zambullirse en los 685 locales insomnes que acumulan el Abasto Shopping, el Alto Palermo Shopping, las Galerías Pacífico Shopping, el Patio Bullrich Shopping y el Paseo Alcorta Shopping. Shopping, shopping, shopping.

Pasmado con tanta oferta, el espíritu navideño nos lleva a gastar lo poco que nos queda. Muchos optimistas incluso dilapidan lo que no tienen, ordeñando a la tarjeta de crédito. Antes muertos que sencillos.

Camaleónica yo, hago mío el refrán «allí donde fueres haz lo que vieres». Así -después de desdoblarme en dos y de admitir mi envidia a los caracoles mientras me congratulo por ser tan desprendida-, sucumbo en la medida de mis posibilidades al delirio consumista de la época, agravando, en estas latitudes por juntarse con las vacaciones de verano. Playita, hotelito, comiditas…, esas cosas, cositas, cosillas que una necesita propinarse para creer que es feliz.

Para justificarme, deberé rumiar un: «¡Ala, venga, que la vida son dos días!». O esta otra frase, tan publicitaria ella: «Me lo merezco; para eso trabajé como una burra».

No sé; tal vez si repito la palabra «consumismo» la suficiente cantidad de veces, también pierda el sentido y se anestesie mi sentimiento de culpa. ¿O acaso creía que iba a redimirme como si tal cosa?

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