Pedir Perdón / Saying Sorry (una australiana, su nación y los aborígenes)

Posted on 22 febrero, 2008. Filed under: Invitados | Etiquetas: , , |

Por Vivienne Stanton

(Please, see original English version below.)

Hay un parquecito detrás de la casa donde viven mis padres, que a veces se convierte en sitio de acampar para grupos de aborígenes que vienen de fuera de la ciudad. Muchos prefieren dormir al descubierto, bajo las estrellas, que en hoteles u otro tipo de alojamiento. Se sientan en el césped, bajo las tupidos higueras Morton Bay, bebiendo, riendo y tocando música en un estéreo portátil. A veces, cuando han bebido demasiado, sus gritos hacen eco en el parque. Hay peleas. Sus sombras ruidosas sacuden el silencio del suburbio australiano; rompen como las tranquilas casas de clase media alta y las vallas blancas que los rodean. A veces, la policía los hace marcharse, pero ellos regresan.

Los vecinos mantienen la distancia. Para la mayoría, es lo más cerca que han estado de un aborigen de verdad (son menos del 2% de la población y viven sobre todo en áreas rurales, fuera de la ciudad). Su presencia refuerza el apartheid informal y callado que existe en la sociedad australiana entre aborígenes y blancos. La gran mayoría prefiere no pensar acerca del hecho de que en un país tan rico y próspero como Australia, nuestra gente originaria vive en un estado de pobreza, enfermedad y desorden que suele estar reservado para los países en desarrollo. Alcoholismo, aspiración de gasolina, males de los riñones, padecimientos mentales, diabetes, abuso infantil, violación, violencia doméstica… Las tragedias de la sociedad aborigen son la gran y silenciada vergüenza de nuestra nación, como un pariente enfermo cuyo nombre se menciona sólo en susurros.

La semana pasada, esos susurros se convirtieron en un clamor general, cuando el nuevo primer ministro australiano, Kevin Rudd, en su primer acto en el parlamente desde su elección en noviembre, presentó disculpas al pueblo aborigen.

A las 9 de la mañana del 13 de febrero, en lo que desde entonces se conoce como «Sorry Day», el nuevo primer ministro se puso de pie frente a cientos de espectadores y dijo la sencilla palabra que el pueblo aborigen había estado esperando escuchar por generaciones.

De manera específica, pidió disculpas por uno de los periodos más nefastos de la historia australiana, entre los años 20 y 70 del siglo pasado, en que decenas de miles de niños aborígenes fueron arrebatados a sus padres y enviados a misiones religiosas y orfanatos en un intento de darles una educación «blanca» y, en el caso de los de raza mezclada, de borrar su negritud. Esta política pública es considerada ahora como inhumana, y aquellos que fueron afectados, conocidos como «Las Generaciones Robadas», han demandado desde hace mucho tiempo que se les presenten excusas. Esto es algo que los gobiernos anteriores (temerosos de que fuera considerado una admisión de culpabilidad y que diera lugar a exigencias de compensación económica) había rechazado hacer.

El miércoles lo consiguieron. «Por el dolor, el sufrimiento y el daño a estas generaciones robadas, sus descendientes y por sus familias que quedaron atrás, pedimos perdón», dijo Rudd.

Pasó entonces a detallar las injusticias e indignidades apiladas sobre los aborígenes desde que llegaron los primeros colonos blancos a Australia, hace 220 años. Pero fue la palabra «perdón» la que motivó la respuesta más fuerte en la multitud de 3,000 personas que se había reunido en los jardines del parlamento. Festejaron, silbaron y ondearon banderas. Lloraron y se abrazaron. A lo largo de todo el país se repitieron estas escenas frente a las pantallas gigantes sobre las que se proyectaron los sucesos, en grandes ciudades desde Perth en el oeste y Sydney en el este hasta Melbourne, en el sur. Hubo una exhalación casi tangible, un suspiro colectivo de alivio, mientras millones de televidentes de ojos lacrimosos lo miraban en sus casas.

Fue, escribió el periodista Paul Kelly en una columna para el periódico The Australian, «un acto esencial de contrición y un evento de confesión único para el alma australiana».

No fue sólo una petición de disculpas para una generación robada, sino para una raza entera. Fue pedir perdón por los errores del pasado, por no haber manejado las cosas bien; por la vergüenza y el daño causado, y por el sufrimiento de otros. Fue un acto de compasión, más allá de la responsabilidad, una mano extendida, una sensación de que el que sufre no está solo.

Todavía falta mucho para hacer una diferencia en los problemas que enfrentan los aborígenes, para desenmarañar los años de destrucción y los complejos retos que enfrenta un pueblo cuyos valores, añejos y semi-nomádicos, son incompatibles con los del mundo desarrollado. Algunos podrían decir que pedir disculpas no va a ayudar a que se alejen del alcoholismo, paren de pelear, dejen de malgastar los millones de dólares que cada año fluyen hacia las comunidades aborígenes desde los departamentos gubernamentales. Más que nada, decir perdón es un acto simbólico. Pero los símbolos son importantes.

Hay muchas vergüenza: entre el pueblo aborigen, entre los australianos blancos por la manera en que el pueblo aborigen ha sido tratado durante años de dominio blanco, y por la manera en que ahora viven entre nosotros en enfermedad y miseria, ensuciando la imagen que tiene la nación de sí misma como «el país afortunado», recordándole su fracaso, su inhumanidad, sus imperfecciones. Pedir perdón no puede borrar todo eso. Pero puede ayudar a aliviar la vergüenza, y eso, para mí, es una buena manera de comenzar.

Vivienne Stanton radica en México y acaba de regresar de su natal Australia. Esta es su segunda colaboración especial para Mundo Abierto. Traducción de Témoris Grecko.

Más sobre este tema en nuestra revista-blog: Australia Aborigen: Las Generaciones Robadas y Aborígenes en Australia: Pedirles Perdón o Dejarlos Solos.

SAYING SORRY

By Vivienne Stanton

There’s a small park behind the house where my parents live, which sometimes becomes a camping site for groups of Aborigines visiting from out of town. Many prefer to sleep outside, under the stars, than in hotels or other sorts of accommodation. They sit on the grass under the leafy Morton Bay Fig trees, drinking, laughing and playing music on a portable stereo. Sometimes, when they’ve drunk a little too much, their shouts echo through the park. Fights break out. Their noisy shadows shatter the silence of Australian suburbia; incongruous with the genteel, upper middle-class homes and white picket fences that surround them. Sometimes the police remove them, but they keep coming back.

The neighbours keep their distance. For most, it’s the closest they’ve come to an actual Aborigine (they make up less than two percent of the population, and live mostly in rural areas outside cities). Their presence reinforces the unspoken, informal apartheid that exists in Australian society between Aborigines and white Australians. The great majority prefer not to think about the fact that in a country as rich and prosperous as Australia, our earliest people live in a state of poverty, disease and disarray usually reserved for developing countries. Alcoholism, petrol sniffing, kidney disease, mental illness, diabetes, child abuse, rape, domestic violence – Aboriginal society’s woes make up the great, unspoken shame of our nation, like a sick relative whose name is mentioned only in hushed tones.

Last week, those hushed tones turned into a general roar, as Australia’s new Prime Minister Kevin Rudd, in his first act of parliament since he was elected last November, apologised to the Aboriginal people.

At 9am on February 13, on what has since become known «Sorry Day», the new prime minister stood before thousands of onlookers, and said the one simple word Aboriginal people have been waiting to hear for generations.

Ostensibly, the apology was for one of the darkest periods of Australian history, from the 1920s until the 1970s, in which tens of thousands of Aboriginal children were taken from their parents and sent to missions and orphanages in an attempt to bring them up «white», and in the case of half-castes, to erase their «blackness». The policy is now discredited as inhumane, and those affected, known as «The Stolen Generations» have long demanded an apology, something previous governments-wary of admitting guilt and therefore sparking claims for compensation-have refused to give.

On Wednesday they finally got it. «For the pain, suffering and hurt of these stolen generations, their descendants and for their families left behind, we say sorry,» Rudd said.

He went on to outline the injustices and indignities heaped on Aborigines since white settlers first arrived in Australia 220 years ago. But it was the word «sorry» that drew the biggest response from the 3,000-strong crowd who had gathered on the lawns of parliament. They cheered, whistled and waved flags. They cried and hugged. There were similar emotional scenes around the country as giant screens broadcast the proceedings in major cities from Perth on the west coast to Sydney in the east and Melbourne in the south. There was an almost tangible out-breath, a communal sigh of relief, as millions of teary-eyed viewers watched on their TV screens.

It was, journalist Paul Kelly wrote in a column for The Australian newspaper, «an essential act of contrition and a uniquely confessional event for Australia’s soul.»

This was not just an apology to a stolen generation, but to an entire race. It was sorry for the mistakes of the past, for not having handled things better. It was sorry for the shame and hurt, and for the suffering of others. It was an act of compassion, regardless of responsibility, an outstretched hand, a sense that the one suffering is not alone.

There is still much to do to even to make a dent into the problems Aboriginal people face, to unravel the years of destruction and the complex problems of a people whose ancient cultural and semi-nomadic values are so incompatible with those of the developed world. Some could say saying «sorry» won’t help them stop drinking, stop fighting, stop misspending the millions of dollars that each year flow into Aboriginal communities from government departments. More than anything, sorry is a symbolic act. But symbols are important.

There is so much shame – shame among Aboriginal people, and shame among white Australians for the way Aboriginal people have been treated through successive years of white rule, and shame for the way they now live among us in sickness and squalor, tarnishing the nation’s vision of itself as a «Lucky Country», reminding it of its failure, its inhumanness, its imperfections. Saying sorry cannot erase those things. But it can help to heal the shame, and that, to me, is a good place to start.

Vivienne Stanton lives in Mexico and is just back from her native Australia.

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Aborígenes en Australia: pedirles perdón o dejarlos solos

Posted on 12 febrero, 2008. Filed under: Témoris Grecko | Etiquetas: , |

Por Témoris Grecko / Alice Springs, Australia

Gilbert es un miembro de arrernte, una de los cientos de tribus que habitan Australia desde alrededor de 50,000 años antes de la llegada de los primeros europeos. Nos conocimos en la pequeña ciudad de Alice Springs, en el centro de la isla, y fuimos con un grupo a pasear en una brecha en la cordillera O´Donnell. De unos 25 años, amable y risueño, este blackfella (entre las comunidades aborigen y blanca es normal llamar a los primeros blackfellas y a los segundos, whitefellas)viene con su mujer y su pequeña hija Vivian. Como ha visto un par de películas sobre México, le dio curiosidad que yo fuera de ese país y quiso hacer una práctica de entrevista en cámara (Vicent, un cineasta ítalo-australiano, los está entrenando para hacer video). El tono fue muy relajado y superficial (hace cuánto que estás en Australia, cómo es tu país, se usa mucho el sombrero, háblame en español, canta una canción) y yo lo seguí cuando me tocó el turno de preguntar. Él vive en una comunidad rural pero tiene que venir al campamento en Alice Springs donde nos encontramos. No le gusta. Creo entender por qué: es un lugar extremadamente sucio y descuidado por sus habitantes, todos aborígenes. Pero él me da otras razones: «Hay mucho alcohol y mucha violencia».

Alice Springs tiene la mayor tasa de homicidios de Australia. Los campamentos aborígenes son auténticos focos de conflicto. Ahí viven muchos arrerntes que se quedaron sin tierra: los colonos blancos a quienes el gobierno les entregó el territorio (en los días tempranos de la colonización, las autoridades cedían de un golpe extensiones fabulosas: 500 kilómetros cuadrados) que antes perteneció a los aborígenes lo han cercado y prohibido el paso, lo que rompió el modo de vida seminómada de los dueños originales. Por casi dos siglos, se desconoció los derechos de propiedad de los aborígenes con el argumento de que un nómada no tiene casa, pero en los años 60, por fin, se admitió que la tribu desarrollaba su nomadismo siempre dentro de un área bien determinada y conocida, que las otras tribus respetaban. Esa área era suficiente para que la tribu completara sus ciclos –para seguir los movimientos de los animales que cazaban, conseguir agua o protegerse del mal clima– en los agresivos ambientes australianos. Gracias a ello, a algunos grupos se les reconoció el dominio sobre ciertas zonas, pero en otros casos la invasión no podía ser revertida. Por supuesto, se trataba de las mejores tierras, las primeras que ocuparon los whitefellas.

Tras el inicio de la colonización europea, en 1788, durante décadas se consideró que los aborígenes eran el «eslabón perdido» que unía al homo sapiens con los primates, y que por lo tanto, eran animales. El relato de un viajero a principios del siglo XIX muestra su horror cuando, al hacer un recorrido, él señaló con curiosidad a un aborigen escondido debajo de un tronco y el anfitrión lo mató de un disparo como si se tratara de un ratón, con naturalidad y sin que mereciera un comentario. En 1825 se realizó una masacre de cientos de personas y en el país hubo un escándalo, pero porque un juez se había atrevido a condenar a unos cuantos de los culpables, que argumentaban que no tenían ni idea de que era ilegal matar aborígenes y estaban sorprendidos de las consecuencias. Pasó mucho tiempo antes de que los blancos aceptaran que no había que matar a los aborígenes (que además morían como moscas por epidemias provocadas por enfermedades traídas por los europeos; se estima que la población aborigen llegaba a 750 mil a fines del siglo XVIII, y cien años después había caído a unos 150 mil). Pero aún así, la noción de que se trata de gente intelectual y físicamente inferior no ha terminado de desaparecer.

La política oficial de secuestro de infantes que se conoce como la de las «generaciones robadas», por la que el día de hoy (ya es 13 de febrero en Australia) pide perdón el gobierno (ver el artículo que publiqué en Mundo Abierto la semana pasada) y que estuvo en práctica durante un siglo –hasta 1969–, provocó la fractura de prácticamente todas las familias aborígenes y la pérdida del sentido de identidad de miles de blackfellas que crecieron como niños robados y que ahora sufren problemas emocionales y adicciones. Esto se añadió a la reducción poblacional, al despojo de tierras, al rompimiento del modo de vida y al señalamiento constante de ser inferiores como los factores que casi han destruido a las tribus.

El resultado es que los blackfellas tienen muchas más probabilidades de padecer problemas que los whitefellas: demencia , 26 veces más; enfermedades del sistema circulatorio, 2 a 10 veces; diabetes, 3 a 4 veces; enfermedades contagiosas (tuberculosis, hepatitis, sífilis) hasta 70 veces; mortalidad infantil, 2 a 3 veces. Su esperanza de vida es 17 años menor que la del promedio australiano. Constituyen el 2% de la población total pero el 21% de la que está en la cárcel. El resto de los indicadores va por ahí: educación, vivienda, desempleo, oportunidades, etcétera. Y todo esto es mucho más evidente cuando se toma en cuenta que el país está viviendo un boom económico que lo está convirtiendo en uno de los más ricos del mundo en términos per cápita y los estándares de vida son altísimos. Un salario de 5 mil dólares mensuales para un obrero es normal. Como me dijo un whitefella que entrevisté en un albergue para personas sin techo, «yo no pido mucho, sólo una casita de tres recámaras, con jardín para hacer barbacoa». Si el campamento de familias aborígenes amontonadas que visité en Alice Springs sirve como referencia, para algunos sí es mucho.

En noviembre de 2007, los australianos echaron de mala manera a John Howard, un primer ministro conservador (que apoyó a Bush en Irak y negó el calentamiento global) que ganó elecciones durante once años con base en golpes de efecto. Uno de ellos lo dio a principios de ese mismo año. La situación en muchas de las comunidades aborígenes es verdaderamente desesperada. Alcoholismo, drogadicción y, lo más doloroso, un torrente de abusos sexuales contra infantes. En una comunidad del estado de Queensland, por ejemplo, 3 de cada 5 infantes lo habían sufrido. Los reportes de violaciones tumultuarias y repetidas son comunes en la prensa y los australianos los leen horrorizados.

Por eso hubo un apoyo general al nuevo truco electoral de Howard, conocido como la «intervención»: si en los 70 se reconoció el derecho de los aborígenes a la autonomía, ahora el gobierno federal les fue a decir a las comunidades aborígenes del Territorio Norte (el país tiene seis estados y dos territorios; en los estados, el gobierno federal no puede meterse, pero los territorios son dependientes del centro) que tomaba el control de ellas y, entre otras medidas, prohibió total y estrictamente la venta, el transporte y el consumo de alcohol y de materiales pornográficos.

Las personas que conocían el asunto, sin embargo, se quejaron: la implementación fue patética, resultado del apresuramiento del gobierno para influir en las elecciones. La cuestión más importante, sin embargo, es si despojar a los aborígenes de su autonomía y tratarlos como a niños es una solución adecuada y eficaz en el largo plazo.

Por un lado, parece un retorno a las épocas coloniales en las que se consideraba que los pueblos indígenas de todo el mundo eran inferiores a los europeos, que por lo tanto tenían la misión divina de dominarlos para «civilizarlos». Por el otro, es evidente que hay una emergencia gravísima que debe ser enfrentada. A quienes denuncian el paternalismo y los abusos de la intervención, los partidarios les dicen que la alternativa es permitir que las niñas sigan siendo violadas.

En otras regiones, algunos grupos aborígenes tienen la «suerte» de que se les haya reconocido la posesión de territorios que, después se supo, son extraordinariamente ricos en minerales y son la base del boom económico (China les está comprando todo). Hablé con una mujer que trabaja en una de las compañías mineras más grandes y que está encargada de negociar con las tribus para que les den concesiones y explotar esas reservas. Fue una conversación off-the-record y no puedo dar detalles sobre su identidad. Ella se extendió sobre lo complicados que son estos tratos, porque hay muchos sitios «sagrados» que no se puede tocar y porque, además, aunque se les ofrezca mucho dinero, a veces los ancianos de la tribu están más preocupados por lo que eso genera en sus comunidades: las mineras les han regalado a los jóvenes camionetas Toyota y tienen dinero para emborracharse. «Lo que hay que evitar es que se levanten de la mesa, llegar al punto en que simplemente rompan las negociaciones», me dijo la mujer. ¿Pero no pierden con eso la oportunidad de volverse estúpidamente ricos? «No, muchos de ellos quisieran que no hubiera minerales y poder volver a su modo de vida nómada, para nosotros son pobres, pero ellos no lo ven así y son felices de esa forma». Sin embargo, y sin tener que explicarme la lógica del capitalismo, la mujer cortó: «That’s not gonna happen». Eso no va a pasar. No hay retorno, las mineras van a conseguir lo que buscan, la cuestión es sólo de guardar las formas.

Este artículo no es más que una exploración del asunto, apuntes que estoy haciendo para usarlos en el futuro. Los comparto en Mundo Abierto, pero la problemática de los aborígenes australianos es la más compleja que he visto entre las de pueblos indígenas, y aunque en un principio me planteé hacer un reportaje al respecto, me doy cuenta de que tendré que regresar a Australia a investigarlo con mayor profundidad.

Hoy les están pidiendo perdón. Es un paso importante, que Howard se había negado a dar y que cuenta con enorme respaldo popular (Kevin Rudd, el nuevo primer ministro de izquierda, hizo de ella una de las promesas en la campaña con la que venció a Howard). Pero les piden perdón única y exclusivamente por lo de las generaciones robadas.

¿Qué otra cosa podrían hacer? No tengo idea. ¿Compensarlos, llenarlos de oro? Su cultura de subsistencia jamás estuvo preparada para manejarse en los términos económicos del mundo occidental, menos ahora que está rota por la colonización europea, y esa entrada de dinero sólo contribuiría a profundizar sus fracturas.

Que bueno que se reconozcan los abusos, pero ¿cómo reparar los daños causados, no sólo a las generaciones robadas, sino los de 220 años de colonización? No se puede regresar el tiempo, pero ¿qué sería bueno para ellos, sin tratarlos como a niños tontos?

Lo único que se me ocurre es dejarlos solos. No solos por ahí, aislados en un rincón del desierto, sino solos con su tierra, con su isla, con Australia. Pero, lo sabemos muy bien, pero… that’s not gonna happen.

Fotos: Hechas por Témoris Grecko cerca de Alice Springs, Territorio Norte, Australia. La primera es de Gilbert. La segunda es una nena que se dedicaba a tomar cámaras «prestadas» por un rato y fotografiar lo que pudiera antes de que se las quitaran. En la tercera, Vincent da instrucciones mientras la modelo posa.

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Australia aborigen: Las Generaciones Robadas

Posted on 8 febrero, 2008. Filed under: Témoris Grecko | Etiquetas: , |

Por Témoris Grecko /Alice Springs, Australia

El Bringing Them Home Report (Informe Traerlos a Casa), realizado por una comisión oficial en 1997 y aceptado como la referencia más relevante sobre este tema, estableció que entre el 10% y el 30% de todos los niños nacidos en familias aborígenes australianas a lo largo de un siglo (entre 1869 y 1969) fueron arrebatados a sus padres y entregados para su tutela a misioneros cristianos o tutores blancos. En algunos periodos y regiones, estos porcentajes fueron mucho mayores. Ni una sola familia aborigen escapó de esto. Estos menores son conocidos como las «generaciones robadas» (stolen generations).

Este es un testimonio de eventos ocurridos en 1935:

«Estaba en la oficina postal con mi mamá y mi tía (y un primo). Nos metieron a la patrulla y nos dijeron que nos llevaban a Broome. También habían metido a las mamás. Pero cuando íbamos en camino (a unas diez millas), se detuvieron y arrojaron a las madres fuera del coche. Nosotros saltamos a las espaldas de nuestras madres, llorando y tratando de que nos nos dejaran. Pero los policías nos arrancaron de ahí y nos aventaron a la parte de atrás del coche. Empujaron a las madres y partieron, mientras nuestras madres perseguían el coche, corriendo y llorando. Nosotros estábamos gritando en la parte de atrás. Cuando llegamos a Broome, nos encerraron en la prisión. Teníamos diez años. Estuvimos encerrados durante dos días en espera de que nos pusieran en un barco rumbo a Perth».

Perth se encuentra a más de dos mil kilómetros de Broome.

La idea era que las de los aborígenes eran culturas decadentes y destinadas a desaparecer, y que sus niños debían ser educados en un ambiente blanco. Los niños robados solían ser castigados si se los sorprendía hablando en sus lenguas de origen. Se los educaba para convertirse en trabajadores agrícolas y a las niñas para ser ayudantes domésticas. De acuerdo con el informe, la infraestructura física de las misiones y casas gubernamentales donde los recluían era pobre y los recursos, insuficientes para mantener a los niños bien alimentados y vestidos. Además, un 17% de las chicas y un 8% de los chicos reportaron haber sido objeto de abusos sexuales.

Aunque el objetivo era mejorar sus posibilidades de integración a la sociedad, un estudio realizado en Melbourne y citado en el informe indicó que no había señales tangibles de que los aborígenes robados tuvieran una mejor adaptación, en tanto que, por lo contrario, estaban peor: en comparación con los que permanecieron con sus familias, era menos probable que los que fueron robados terminaran la educación secundaria, era dos veces más probable que usaran drogas ilícitas y tres veces más probable que generaran antecedentes penales. Aunque solían tener un nivel de ingresos mayor que el de los aborígenes que permanecieron en sus aldeas, esto se debía a que se habían urbanizado y tenían mejor acceso a los subsidios del sistema gubernamental de bienestar social (welfare). Muchos de estos niños, secuestrados cuando eran bebés, sólo se enteraron de su origen étnico y familiar cuando fueron liberados de la custodia del Estado, a los 18 años. Su integración a las ciudades fue marcada por el racismo y la marginación, en tanto que los que regresaron a sus comunidades se sintieron desconectados y rechazados.

De acuerdo con la Australian Research Alliance for Children (Alianza Australiana de Investigación para los Niños), más de 40% de los niños aborígenes en Australia Occidental viven en hogares donde al menos uno de los padres o tutores sufrió la separación de su familia. Estas personas a cargo tienen más probabilidades de haber sido arrestados, de ser alcohólicos o jugadores hasta el punto de provocar problemas a sus familias, y de tener dificultades emocionales o de comportamiento clínicamente significativas.

Desde el fin oficial de la política de secuestro de niños, en 1969, algunos gobiernos estatales conducidos por el Partido Laborista presentaron disculpas públicas a las generaciones robadas. Australia, como nación, no lo ha hecho. El primer ministro conservador John Howard, que gobernó desde 1996 hasta 2007 (y que apoyó a Bush en Irak y en la negación del calentamiento global), fue enfático en su rechazo reiterado a pedir disculpas. En noviembre pasado fue vencido por el laborista Kevin Rudd, quien hizo la promesa de campaña de pedir perdón, la va a cumplir el 13 de febrero (12 de febrero en América), durante la apertura del periodo de sesiones del Parlamento.

Las organizaciones aborígenes han celebrado la decisión. Pero el debate continúa: ¿Pedir perdón es suficiente? ¿No hay que reparar el daño? ¿Cómo se puede hacer? ¿Con dinero? (Sólo el estado de Tasmania ha entregado compensaciones económicas individuales, Rudd ha dicho que no va a repartir dinero.) ¿O de qué otra forma?

Más allá del daño a las personas y familias, es importante valorar el daño provocado a las culturas aborígenes, que obviamente fueron impactadas de manera masiva: primero por la desaparición de una gran parte de sus niños; después por la reincorporación de esos niños como adultos emocionalmente afectados. ¿Cómo reparar esto?

Son preguntas que angustian a la australiana, una sociedad que, por otro lado, se precia de ser sensible e igualitarista, y que está viviendo un boom económico impresionante (la riqueza se ve casi en todos lados) mientras sus aborígenes se están autodestruyendo. Esto es un tema extraordinariamente complejo que trataré de abordar en Mundo Abierto el próximo martes 12, mientras Australia pide perdón a sus aborígenes.

Nota: La escena del robo de niños aborígenes es parte de un gran reloj en el famoso Queen Victoria Building, de Sydney.

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